Título : La mujer de Navarra
Autor: Francisco Navarro Villoslada
Fecha: 1917.
Puvlicación : Euskal-Erria : revista bascongada San Sebastián T. 76, p. 360-364, 391-396, 455-463 (KM)178876
Ventana gótica - s.XIV |
Era yo casi niño todavía, cuando un hermosísimo día de otoño salí de Viana al amanecer, acompañando a un sacerdote que iba a decir misa en la ermita de Nuestra Señora de Cuevas, antiguo santuario, distante de la ciudad menos de media legua, y pintorescamente escondido entre los olmos de un riachuelo y los frutales de algunos huertos, al pie de suaves colinas, cubiertas de grama, tomillo, viñedos y olivares.
Celebrábase aquel día la fiesta de la Virgen, la romería de la ermita, y la gente de la comarca había de poblar más tarde templo y riberas, huertos, prados y colinas. Pero a la hora en que llegamos, la ermita estaba aún solitaria, cual de costumbre, y a excepción de la pequeña campana que el ermitaño hacía voltear con furia, nada indicaba la algazara y bizarría en que algunas horas después había de hervir aquel desierto.
Ayudé a misa al sacerdote, y vueltos él y yo a la sacristía, quitóse casulla y manípulo, y con alba y estola salió a la puerta que daba a la pradera, echando responsos y esparciendo agua bendita con el hisopo, como si bendijese los campos que delante de la fachada principal se extienden hasta el Ebro.
Concluída esta pía ceremonia, y después de haber dado gracias el celebrante, subimos juntos al cuarto del ermitaño, que nos tenía preparadas sendas jícaras de chocolate, orladas de pan y bizcochos, con agua en limpios vasos de cristal, y una bandeja de bolados.
Durante el desayuno pregunté al sacerdote por que había salido fuera del santuario a rezar responsos, a lo cual, con grave y sosegado acento, me respondió:
«Hace más de ocho siglos, esta que hoy ves humilde ermita, la mayor parte del año solitaria, era nada menos que iglesia parroquial de un pueblo de Navarra que ya no existe, y que entonces, tendido por estos collados y praderas, alegre y afanoso, cual si nunca hubiera de perecer, la circundaba. El atrio de la parroquia, según costumbre de aquellos tiempos, conservada aun en muchas aldeas de los Pirineos, servía de Camposanto. He salido, pues, a bendecir a los muertos en el mismo suelo en que yacían, y a dirigir por ellos preces al Dios de toda misericordia; porque es bueno que antes de que los vivos vengan a triscar y bailar sobre los pueblos que han pasado, haya alguien que se acuerde de las almas que sobreviven a los cuerpos, sepulcros y ciudades.»
Muchacho y todo como yo era, las palabras del sacerdote navarro debieron de hacerme honda impresión. Lo conocí después en las muchas veces que me he visto arrebatado en alas de la imaginación a semejante escena, deleitándome en reflexionar sobre ella.
Pensando en esto, he vuelto en diferentes épocas de mi vida al santuario de la Virgen de Cuevas. El edificio, aunque recompuesto, descubre en el ábside algunos trazos de la parte superior, vestigios de su primitiva arquitectura románica, que precedió a la mal llamada gótica; pero ya no conserva ningún otro indicio de su venerable antigüedad. Quizá al ser reconstruído ha cambiado hasta de titular; porque el templo, hoy dedicado al culto de Nuestra Señora, debió de ser primitivamente consagrado a San Andrés, apóstol. Del cementerio no ha quedado nada: ni lápidas, ni sepulcros, ni inscripciones, ni siquiera huesos. De la población, nada tampoco; ni siquiera ruinas. Las que se ven a cierta distancia pertenecen a un convento de Templarios, posterior al pueblo de San Andrés de Cuevas. De éste, ni una mala piedra que indique vivienda o monumento: sólo campos..... Ubi Troja fuit. En los libros apenas se hallará memoria de tan poco famoso lugar. Pero de este lugar olvidado, de este cementerio que ha desaparecido, de los huesos ya convertidos en polvo, que los vientos esparcen o las aguas arrastran al fondo de los mares, se acuerda todavía el sacerdote, y se acuerda, debemos decirlo, la ciudad que se engrandeció con los despojos de un lugar abandonado, el pueblo que heredó la iglesia del pueblo extinguido, y que la festeja por lo menos una vez al año, y tiene quien bendiga lo que fué cementerio, y al polvo a que han quedado reducidos los huesos de sus antepasados.
Porque yo lo he visto después: si entonces, como niño, me sorprendió la noticia de que en aquellos prados, huertos y alamedas se alzaba en siglos remotos una población, no hay persona medianamente ilustrada en la ciudad que ignore su existencia: de manera que de padresa hijos se va trasmitiendo y perpetuando la memoria de un hecho, que sólo repiten hoy los ecos de aquellos templos y campiñas.