Leyendas y tradiciones estellesas (1938)

Título: Leyendas y tradiciones estellesas
Autor: Pedro Campos Ruiz
Fecha: 1938
Publicación: Pamplona
Fuente: Gobierno de Navarra. navarra.es
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I   Prólog  
1. La aparición del P u y 
7. Los milagros de San Veremn d o
23. El N azareno de la C ruz a cuestas
29. El pozo de A rb e iz a
35. E l a ju s tic ia d o de R o c a m a d o r
43. Lina A lca ld ía de h o n o r
49. U n p ro d ig io de N uestra Señora del P u y
59. Una v is ita de Felipe I I
65. E l b ru jo de B a r g o t a
77. El sacrilegio de M osem P ierres de P e ra lta
99. La C ruz de los C a s tillo s
108. B la n ca G a r c é s
124. Las b a rria d a s
129. La sim a de Ig ú z q u iz a
137. Una aurora in t e r r u m p id a
145. La m atanza de los j u d í o s
163. Los zapatos de San S im eón L a b ra d o r
171. El ju d ío sacrilego de L e r í n
179. Codés: Su h is to ria . Sus m ilagros. Sus leyendas
197. El peregrino de P a t r ó s


El Brujo de Bargota (p.65)
Bien sonado es este nombre en la región estellesa; pero también es cierto que salvo en Bargota, y en algún otro pueblecito de sus alrededores, se desconocen completamente los detalles interesantes que caracterizaron la vida de este nigromántico navarro del siglo XVI.
Hasta que la docta pluma del ilustrado canónigo bibliotecario de Roncesvalles, don Agapito Martínez Alegría, escribió y publicó su vida y «milagros», nadie, si no es incidentalmente, se había preocupado de sacar del olvido al brujo de Bargota.
Nosotros conocíamos, años há, varios episodios de su accidentada vida, por los relatos que escucháramos a los que en la última guerra civil habitaron transitoriamente aquella legendaria villa.
Como merece ocupar dignamente un lugar en esta galería de tradiciones, vamos a tratar de él, siquier sea brevemente. Su nombre, fantástico y real, por lo novelesco de su existencia le hace acreedor a ello.
Como nuestra narración ha de ser breve, el amable lector que, despierto su apetito, desee saciarlo satisfactoriamente, no tiene más que gastarse diez y seis reales y pedir, en cualquier librería de la provincia, la obra «La batalla de Roncesvalles y el Brujo de Bargota», que el citado autor publicó en 1929 en los talleres tipográficos de «La Acción Social» de Pamplona», y podrá regalarse sabrosamente.
Y conste que no es reclamo y sí solamente deseo de guiar a los lectores que les haya picado el inquietante gusanillo de la curiosidad.
* * *
Johanes el de Bargota, más conocido por «El Brujo de Bargota», vino al mundo en la citada villa navarra, mediado yá el siglo XVI, siendo sus progenitores y ascendientes de rancio abolengo y desahogada posición, a juzgar por la blasonada casa solariega, por los ilustres apellidos que ostentaba y por otras noticias que conjuntamente con su misteriosa vida nos han transmitido las pasadas generaciones.
Combinaciones de familia o impulsos de su afición, le hicieron inclinarse, ya mayor, por los estudios eclesiásticos, cursando en la floreciente Universidad de Salamanca, emporio de la cultura de su época, donde al mismo tiempo se inició en las tenebrosas artes de la magia que tan negra fama le habían de dar más tarde en su tierra, cuando, ya clérigo, vino a posesionarse de una capellanía que en la parroquia de su pueblo natal fundara un antepasado suyo, cuyo pingüe beneficio fue verdaderamente el resorte que le movió a estudiar.
Aquel apego e inclinación que mostró por las diabólicas artes, tan en boga en los comienzos de la época moderna, y que cultivó durante los cuatro años de su permanencia entre la grey estudiantil, le extraviaron de por vida, si bien en sus postreros días se retractó pública y sinceramente.
Cátate, lector, un clérigo beneficiado sentado orondamente en su silla de coro, entonando maquínalmente los salmos, con más afición a los sortilegios y ribetes de nigromancia que devoción por el latín y las rúbricas, qué efecto no causaría y a qué escándalo no daría lugar en una noble villa de la Montaña de Navarra, donde tanto apreciaban la religiosidad y buenas costumbres.
Tan discordes cualidades no pudieron cuajar, por tanto, entre las de sus convecinos y paisanos, por lo que las relaciones llegaron a gran retraimiento por ambas partes, saludándose someramente y huyendo de su sombra, como vulgarmente se dice, — aunque, según cuentan, carecía de sombra por haberla perdido en lucha con el demonio—, para evitar cualquier mala influencia que la fama y los hechos le venían dando.
En el ambiente rural de Bargota, su categoría de clérigo, y por ende, de hombre de letras, tenía que sobresalir su nombre y merecer respeto; pero la negra fama de brujo que le precedía, prontamente autorizada por sus hechos, chocó tan fuertemente, que tuvo que aislarse del monótono trato social de los lugareños, dedicándose a sus desganados rezos, a atender las tierras que heredara y a ciertos días misteriosos entre sus librotes, redomas y ungüentos. El horror con que siempre se ha mirado la brujería y a quienes la practican, y en aquel entonces mucho más por estar en su apogeo, pudo más que los atrayentes hábitos que ostentaba. Solamente se le veía al acudir, muchas veces ya comenzados los oficios, al coro y cuando salía a dar una vuelta por sus tierras, distantes del pueblo.
Las cábalas, suposiciones y comentarios a que su extraordinaria conducta daba lugar eran las continuas hablillas de sus convecinos, ya que si cualquier trivial asunto, en los vecindarios reducidos, da materia para hablar de largo, los interesantes, como en este caso, eran más que suficientes para charlar interminablemente.
En el resbaladizo terreno de las conversaciones sostenidas en las cotidianas tertulias caseras cimentaban la fama de Johanes; quién, contando sus hazañas misteriosas; quién, atribuyéndole cualidades sobrenaturales; quién, deslizando suavemente «haber oído» cómo cabalgaba a su antojo sobre las nubes, atraídas a su mágico conjuro; quién, asegurando haberle visto ejercer su extraordinario poder en determinados casos.
Y daban por cosa cierta su presencia en los aquelarres de Viana y Montes de Oca, donde las supersticiones más vergonzosas eran la orden del día de tan nefandas reuniones.
Y efectivamente, en aquellos actos demoníacos nocturnos que la Inquisición, al juzgarlos severamente, hizo famosos, podían haberlo visto muchas noches.
Allí se perfeccionaba en el manejo de los morteros, mezclas y ungüentos con que poder obrar nuevos prodigios; allí ampliaba los conocimientos mágicos puestos en práctica.
Y esa era su vida; más que de simple clérigo, de romántico operador de la ciencia diabólica y de la magia blanca.
Así que para los limitados alcances y credulidad de sus coetáneos eran maravillas de su hechicería muchas de las aventuras en que intervenía o que le atribuían, y que, hábilmente examinadas, resultaban solamente juegos de ilusión óptica limpiamente ejecutados.
Y así han pasado de unos a otros en tal categoría, y nos han llegado hasta la hora presente, por narraciones sucesivas de padres a hijos y como sucedidos ciertos, entre otros: la misteriosa construcción de su casa en una sola noche; el rebaño de doscientos chivos que hizo salir de su corral para redimir a un pobre de las garras de un tacaño usurero; la pública escapatoria de su tocayo Juan Lobo, el bandido de Punicastro, que, encerrado en Bargota, salió ileso gracias a sus ungüentos; el trueque de la pierna cuando cierta noche fueron a prenderle los ministros de la justicia inquisitorial de Logroño; los encantamientos que hizo encima de la plaza de toros de la coronada villa de Madrid, en presencia de miles de espectadores; el castigo  singular que empleó con el abad de Otiñano; la jugarreta que le «gastó» a un testarudo arriero de Aguilar, atándole la recua en la torre de Santa María de Viana, y varios más divertidos y regocijados sucesos, verídicos o imaginarios, que pueden verse por extenso en la mencionada obra.
Sobre la vida de Johanes y sobre la adjuración de sus errores, que realizó en sus últimos años, in fluyó grandemente Viana, cuya ciudad tenía para él dos poderosos atractivos: sus mejores fincas a su entrada, que visitaba a menudo, y la «casa de las brujas» en el arrabal de la Magdalena, donde periódicamente acudía y en cuyo caserón vivía la famosa «ciega de Viana», condenada por el Tribunal de la Inquisición de Logroño en 1610, y que pereció  en las llamas por su obstinación.
Allí presenció Johanes, sí que como mero espectador, el espeluznante y bárbaro descuartizamiento del anciano Conde de Aguilar, a quien la cieguecita, con sus brujerías y encantamientos, pensó alcanzarle la inmortalidad en la tierra.
El natural fracaso de este acto inhumano dio lugar a que, descubierto por la justicia, interviniera el Tribunal del Santo Oficio, y aprehendiendo a to dos los asiduos congregantes de la casa de las brujas, diera con ellos en la cárcel.
En el solemne acto de fe del citado año salió Johanes bastante bien librado merced a las declaraciones
de sus compañeros, en las que resultó no haber sido más que testigo pasivo del caso, bien que experimentó los rigores del presidio y la condenación por un año a llevar públicamente colgado del cuello un «sambenito» en el que se leía: «Señor, perdonad al nigromántico», después de adjurar de sus errores y hacer expresa y pública profesión de fe católica.
Suficiente experiencia le fue la adquirida tan a sus expensas en aquellos meses con el referido acto, sirviéndole para mudar radicalmente su rara manera de vivir.
Una vez absuelto y de regreso a su pueblo, llamó al señor Abad, y haciéndole entrega de sus librose instrumentos, malditos compañeros suyos durante tantos años, le indicó los quemase públicamente, como condenación del notorio escándalo que había ejercido.
Todavía vivió unos cinco años, cuyo período de tiempo fue de grande edificación para quienes conocieron sus extravíos.
Las horas que antes destinaba a nefastos entretenimientos, las dividía ahora entre la caridad y la oración. Socorría con largueza a los pobres y menesterosos, y se mortificaba continuamente con penitencias y sacrificios, en expiación de sus pecados y para borrar la amarga memoria que tras sí dejara.
Llegado su último día, retractóse nuevamente de sus pasados yerros en presencia de los vecinos del lugar, que pudieron atestiguar cómo lo había hecho con lágrimas de verdadero arrepentimiento. Y pidiendo humildemente perdón a todos, dejó de existir. En su testamento legó sus bienes a los pobres de la villa, perdonando a otros las deudas que con él tenían contraídas.
Esta es, en resumen, la vida de Johanes de Bargota. Si interesante por el carácter novelesco que reviste su nigromancia, más dichosa por el feliz remate que tuvo, pudiendo decir con el salmista: Beati mortui qui in Domino moriuntur (Bienaventurados los que mueren en el Señor).
***
Como final y para regocijo del lector vamos a referir brevemente dos casos o aventuras de las que de él se cuentan. El primer caso dicen le ocurrió en un viaje que hizo a Pamplona en los «sanfermines» del últim o año del siglo XVI.
Salió Johanes de su pueblo, de madrugada, muy emperegilado, y en el «caballíco de San Francisco» recorrió los buenos setenta kilómetros que hay desde dicha v illa a la vieja Iruña, adonde llegó muy entrada la noche y en medio de la animación de los iruñshemes y las dulzainas. Cansado y maltrecho, dio prontamente con su acostumbrado parador, pidiendo, sin más preámbulos, a la mesonera una  ama para reposar.
—Ah! maese Johanes, contestó; por esta vez podéis dispensar, pero no hay ninguna cama vacía. De haber avisado vuestro viaje, os guardáramos reservado un aposento.
—Pues, en ese caso, deme un ruedo de esparto y guíeme a cualquier pieza de la casa, que mis molidos huesos no pueden ya con este desvencijado cuerpo.
Llevóle la mesonera a un aposento donde dormía, en la única cama que en él había, el Abad de Otiñano con un sobrino adolescente. Atizó Johanes el candil que le dejaran, y tosiendo fuerte e in tencionadamente, despertó al buen cura de su tierra, y mutuamente se reconocieron; pero ambos, muy contrariados, supieron disimularlo, si bien convencido el de Otiñano de que aquella noche dormía un brujo en su misma habitación. Pidióles Johanes perdón con mucha mesura, tendió su ruedo en el suelo, y les dijo, con voz cavernosa y alarmante:
—Miren sus mercedes que yo acostumbro a dorm ir sin cabeza.
Los otros, con los ojos casi cerrados por disimular, pero con la imaginación despierta, mirábanle sobresaltados. Johanes, aflojando ciertos resortes, comenzó a destornillarse la cabeza, la cual, al cabo
de unas vueltas, quedó separada del tronco, y fue a colocarla aparatosamente en la mesa que en el centro de la estancia había, dejándola, de propio intento, con el rostro vuelto hacia la cama, a la que miraba con sanguinolentos y saltones ojos.
Ver esto, dar un grito de h o rro r y saltar del lecho el Abad y su sobrino, fue cosa de un instante, y en paños menores salieron del aposento, disparados como una centella. Entre tanto Johanes, riendo su treta y ajustándose de nuevo la cabeza al cuerpo, d ijo para sus adentros: «¡Veremos cómo salimos de ésta!» Y tendiéndose en el suelo comenzó a roncar. Alarmados los mesoneros y sirvientes, subieron acompañados del Abad y armados de gruesos garrotes; penetraron en el cuarto, y encontrando íntegro
a Johanes (a quien esperaban ver sin cabeza), reposando sosegadamente, volvieron a la cocina y trataron de loco al de Otiñano; el cual, burlado, vistiéndose prontamente salió de la posada, maldiciendo la hora en que le ocurrió hospedarse en ella.
Johanes, en vista del buen cariz que tomó el asunto y satisfecho de su hazaña, se acomodó muellemente en la abandonada cama, en la que descansó tranquilamente hasta las altas horas del siguiente día.
La otra aventura le «pasó» en Viana, donde se encontraba accidentalmente con motivo de un entierro de solemnidad, y a cuyo cabildo correspondía para estos casos.
Tropezóse a su llegada a la ciudad con un ambelero, o vendedor de vasija que recorría las calles voceando la mercancía que llevaba acomodada sobre dos caballerías. Preguntóle Johanes, entre curioso y burlón, qué clase de género pregonaba. El ambulante, que estaba cansado de tanto vocear y no vender, contestóle de mal talante:
—¡Cuernos llevo! seor bachiller.
—Mejor os fuera llevar cuernos que no vasija de ambel—díjole Johanes,—y si no, al tiempo,- ya lo veréis. 
Y continuaron cada cual su camino el uno a la iglesia y el otro a la plaza, a descargar la mercancía en el puesto acostumbrado, esparciendo por el suelo su modesto artículo.
Terminado el funeral, los beneficiados con nuestro Johanes salieron a tomar el sol y charlar por el pórtico de la parroquia, en espera de «hacer hora» de la comida. Recayó la conversación sobre las artes mágicas que tanto en aquella época preocupaban, y rogaron insistentemente a Johanes hiciese en
su presencia algún prodigio de aquellos que él sabía, «según era pública voz y fama». Accedió Johanes, recordando el encuentro de la mañana y deseoso de dar una lección al irascible ambelero.
Adelantóse a la barandilla del pórtico debajo del cual tenía éste extendido su género, y sacudiendo con fuerza su manteo, salió de él una lucida banda de perdices que. azoradas, fueron a refugiarse presurosas dentro de los pucheros, ollas y cazuelas que les brindaban su abrigo. A }a sazón, por ser la
hora del medio día, llegaba y pasaba por la plaza una cuadrilla de escardadoras con sus azadillas al hombro ; las cuales, ante la magnífica e inesperada ocasión que se ofrecía, se lanzaron animosas sobre las aves, y «zadillazo» va y «zadillazo» viene, golpe por aquí, golpe por allá, clis, cías... no dejaron cacharro sano, sin llegar a cobrar ni una pieza de las embrujadas perdices, que desaparecieron como por encanto. El fuerte y arremolina do viento que soplaba coronó el éxito de aquel juego de ilusión óptica.
La risa de los beneficiados no es para descrita; en cambio el ambelero, con las manos en la cabeza lamentaba inconsolable la catástrofe que había dado por tierra tan rápidamente con su menguada fortuna . A los ruidos llegó el regidor, y haciéndose cargo del caso prometió al abatido alfarero administrar recta justicia .
Johanes y los beneficiados bajaron a la plaza, y dirigiéndose aquél a éstos, les dijo :
—Miren vuesas mercedes, que lo que es causa causae est causa causati.
Y después al ambelero recordó su intemperancia de la mañana, diciéndole:
—¿Con que no eran cuernos lo que llevaba vuestra recua? Ved que si fueran tales, como afirmabais, no lloraría is agora «pitos».
Dispuestos los beneficiados a arreglar la cuestión de los desperfectos ocasionados, prometieron al regidor pagar los vidrios rotos, ya que habían sido los causantes morales de lo ocurrido .
Exprimiendo el bolsillo abonaron al ambelero a ducado por barba, con lo cual el buen hombre se dio por satisfecho y los beneficiados pagaron cara la experiencia de ver a Johanes obrando prodigios.
Aun pudo vender el alfarero una tinaja que había quedado sana por casualidad, dentro de la cual encontró la compradora una perdicica de papel muy bien pintada y rellena de guano, la cual pesaba
como una paja, según aseguraban los que la vieron.