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El Brujo de Bargota de Navarro Villoslada

Título: Viana en la vida y en la obra de Navarro Villoslada. Textos literarios y documentos inéditos
Autor: Carlos Mata Induráin
Publicación: Ayuntamiento de Viana
Fecha: 1999
ejemplar en la Biblioteca de Viana

A finales del siglo XX se dio a conocer la novela inacabada "El hijo del Fuerte" de Francisco Navarro Villoslada. Formaba parte de los papeles, sueltos, fragmentos y retazos de novelas del archivo que los herederos del escritor vianés habían ido guardando desde su fallecimiento en 1895.

Se conservan los cinco primeros capítulos que sitúan la acción en Viana en 1512, unos meses antes de la conquista de Navarra por Fernando el Católico. El rey de Navarra Juan III acude a Viana para revisar de primera mano las defensas del castillo y de la villa, y de paso, averiguar si el joven sobrino del párroco de Santa María de Viana es realmente el descendiente del famoso rey Sancho VII el Fuerte. 

Sí, supuestamente el rey Sancho casó con la princesa Zoraida, hermana del Miramamolín, en aquellos años en los que estuvo perdido por el actual Marruecos mientras los castellanos le arrebataban Guipúzcoa y Álava. Y tuvo descendencia, que aunque intentaron en un principio hacer valer sus derechos genealógicos, acabó residiendo en La Rioja. En los tiempos de la novela, reducida la estirpe a el párroco y al sobrino, Pedro Ramirez, es éste el protagonista de la novela, un hidalgo pobre que está apunto de iniciar las estudios religiosos con muy poca vocación.

A Viana llegaron días antes una misteriosas damas que querían visitar la tumba de Cesar Borgia y conocer los hechos de su muerte. Es el sobrino del párroco quien les acompaña a visitar el sepulcro en la iglesia de Santa María, y posteriormente a la Barranca Salada donde cayó muerto. Por el camino, les relata de primera mano lo sucedido cinco años antes pues el mismo fue testigo casual y escondido de la tragedia.

Y el personaje sorpresa es Joanis de Bargota, que es el informante del rey, el hechicero quien todo lo sabe, o por lo menos, quien lo adivina todo. Y así dice el  rey

- [...] os advierto, sin embargo, que en Joanis yo no veo al hechicero sino al hombre que por su interés procura estar bien informado de todo a fin de pasar por...
- Tal, por tener pactos con el demonio,
- O por venderme a mi noticias genealógicas a las que soy tan aficionado, y a otros las que exigen su curiosidad o conveniencia.

A continuación trascribimos los párrafos en los que se describe a nuestro brujo favorito.

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El hijo del Fuerte

Capítulo III

De cómo el rey de Navarra sabía encender una vela a Dios y otra al diablo

[...] 

Pero aquel día [el rey] estaba preocupado esperando al hechicero o brujo de Bargota. 

Era éste un personaje cuya memoria se conserva aún en nuestros días. Pequeño de cuerpo, pobremente vestido y desaseado, un tanto cargado de hombros y encorvado, tenía un rostro que expresaba unas veces completa estupidez por su mirada vaga, indecisa, ancha boca y labios delgados, y otras un aire fino, perspicaz, que sorprendía y penetraba las entrañas de los circunstantes. Su morada habitual era el lugar o barrio anejo a Viana que le daba su nombre; pero desaparecía de él cuando menos se pensaba y recorría la comarca ausentándose aún más lejos cuando bien le parecía. 

Su cama era el duro suelo: no se pudo conseguir jamás que se acostase en jergón o colchones porque no le era posible dormir en blando. Su comida habitual era tan rara y aun estrafalaria como sus costumbres. Generalmente aficionado a los buenos bocados cuando se hallaba en fondos, como suele decirse, aplacaba otras veces el hambre con lo que todo el mundo desprecia o mira con horror: topos, lagartos, culebras pasaban por su sartén y de la sartén a su esófago lo mismo que las truchas, anguilas, conejos y perdices. Tenía una excelente cualidad, notoria y por nadie contradicha: era honrado hasta la delicadeza y todos se fiaban de él en este punto más que en sí mismos. Entraba y salía en las casas no solo sin desconfianza de sus moradores, sino con la seguridad de que hallándose él dentro estaban tan bien guardadas como por sus dueños. Gran bebedor, bebía aún más que comía; pero jamás le vio nadie embriagado. Su afición a la bebida solo se notaba en el color encendido de sus mejillas y en el aumento de su expresión de imbecilidad y en la incoherencia de sus palabras, que acaso más que natural parecía en ciertas ocasiones como estudiada. Su voz un tanto desagradable y tartajosa le daba a conocer sin necesidad de ser visto: hablaba siempre gritando. 

El vulgo, que se complace siempre en exagerar y desfigurarlo todo cuanto sale de la esfera ordinaria, le colgaba milagros, o prodigios mejor dicho, que él no desmentía jamás, aunque no los confirmaba nunca. Mirábanle las gentes con respeto que disimulaba el miedo, y nadie se atrevía a contradecirle excepto los chicos, que, a cierta distancia, solían dirigirle algún insulto y tirarle en ocasiones, y hallándose sobre seguro, alguna que otra piedra. 

Tenía otra notable singularidad: su afición a los animales, y nunca le faltaban por lo menos tres o cuatro perros con quienes repartía sus mejores bocados y a los que educaba con un talento superior. Servíase de ellos como de los más fieles e inteligentes criados y en las noches frías de invierno, dormidos a su lado, le servían de abrigo. Joanis llegó al castillo entrada ya la noche; el cielo estaba cubierto de nubes y no se veía ni una estrella. La oscuridad era completa y, a pesar de las tinieblas, el brujo no había volado y, montado en un borrico, muy tranquilo, muy sereno, vino escoltado de los dos escuderos en alegre conversación interrumpida por algunos tragos de vino de Arbanta269 que no desdeñaron tampoco los escuderos. 

Introducido a presencia del rey, no aguardó a que éste le dirigiese la palabra, sino que se adelantó a decirle, contra todas las reglas de la etiqueta:

—¿Qué ocurre? 

—Que me has engañado miserablemente. 

—Sería la primera vez que yo engañase a nadie.

—¿No me dijiste que han parecido los papeles o pergaminos del Miramamolín? 

—Eso te dije y te lo repito. 

Debemos advertir que el hechicero tuteaba al rey como a todo el género humano, ¿Era humildad o insolencia? Averígüelo el curioso lector. Podía ser lo primero, porque los esclavos o siervos, y en general la gente de la ínfima clase, trataba de tú a los superiores como nosotros, siguiendo esa costumbre tratamos así a Dios y los seres celestiales en las oraciones que nos quedan de aquella época; pero también podía interpretarse como orgullo, porque el resto de las acciones de Joanis llevaban cierto carácter de soberbia. 

—Lo has dicho, pero don Martín Ramírez, el cura de Santa María, lo niega, 

—¿Y qué sabe el cura de estas cosas? 

—¿No me aseguraste que esas pruebas se hallaban en su poder? 

—No he dicho semejante disparate, y por lo visto has confundido una cosa con otra: los papeles, pergaminos o lo que sean, los que el Miramamolín de las Navas de Tolosa encomendó al moro que viene a ser como el cura de los musulmanes, ésos no se hallan en poder del de Santa María. iQué más quisiera él! Lo que el cura tiene, y eso lo he visto yo, es la prueba de que Alí, el hijo de la princesa Zoraida, se hizo cristiano con el nombre de Ramiro, y de ahí les será fácil demostrar que él y su sobrino Pedro Ramírez descienden de la princesa mora. 

—¿Y dónde están esos otros documentos referentes a Sancho el Fuerte? 

—Eso todavía no lo he podido averiguar. 

—¿Todavía no te lo ha revelado el diablo? 

El hechicero se encogió de hombros desdeñosamente y contestó: 

—También los reyes forman parte del vulgo. A mí no me revela nadie nada más que el oro —y por eso lo admito cuando me lo ofrecen—, la confianza que inspiro —y por eso no la desmiento jamás— y el miedo y el espanto que infunde hasta mi sombra —y por eso procuro que mi sombra sea tan larga como la del sol en el poniente. 

—Pero ¿no sospechas tú dónde podrán encontrarse esos papeles o vitelas escritos sin duda en lengua arábiga? 

—Sospecho que deben hallarse en manos de alguno de los cristianos que a Granada.

—¡Cielos ! 

—En Granada se refugió el ulema que acompañó hasta Sevilla al hijo del Fuerte; en Granada se conservaban como cosa perdida o meramente curiosa después de la conquista y de Granada debieron salir cuando los Reyes católicos expulsaron a los moriscos 

—¿Y quién te lo reveló a ti? 

—Eso es querer saber tanto como yo. 

—Que estoy dispuesto a pagarte bien lo que sabes. 

—No te costará mucho, porque lo que yo sé, aunque me obligó a rascarme el bolsillo, vale bien poco. Un descendiente del ulema que iba a ser expulsa-do a Berbería, como tantos otros, viose obligado, según dijo, a pasar por aquí, y no puedes ignorar que entre los mahometanos también hay tontos que desean saber cuándo han de heredar o cuántas huríes les esperan en el paraíso.

—Bien está —repuso don Juan III después de un rato de reflexión—, sospecho lo que tú aún no te atreves a decirme. Te daré un vale contra mi tesorero por lo que me has dicho. 

—No quiero vales ni debes. Dame lo que te parezca, si lo tienes a mano, y si no, tan amigos como antes. Y presto, pues tengo prisa de volver a casa. 

—¿Esta misma noche? 

—¿Qué remedio tengo? Mis perros han quedado encerrados, porque no se vinieron conmigo, y no es cosa de dejarlos sin cena y sin su compañero de cama. 

El rey se echó mano al bolsillo de su jubón donde encontró algún excelente de oro y despidió al hechicero, que con una torta, media libra de lomo la bota repleta de vino se volvió a Bargota en su pollino.

Homenaje a Navarro Villoslada

PRINCIPE DE VIANA
Congreso Internacional novela histórica. Homenaje a Navarro Villoslada
Coordinación: Ignacio Arellano, Carlos Mata Indurain
Año 57. Anejo 1. 1996

Fuente: Biblioteca Digital Navarra
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SUMARIO

  • PRESENTACIÓN 7
  • PRÓLOGO 11
  • Pablo Antoñana Chasco. Evocación sentimental de Navarro Villoslada 13
  • Ignacio Arellano. La historia, esa "grande fantasía" en A Ilustre casa de Ramires, de Eça de Queirós 11
  • Enrique Banús. Una paradoja: los autores de novela "seudo-histórica" en la Alemania del XVIII 43
  • Sylvie Baulo. Novela popular y carlismo : Ayguals de Izco y la Historia-Novela 59
  • Julián Bravo Vega. Aproximación a la novela histórica de Manuel Ibo Alfaro 69
  • Ysla Campbell. La tradición griega en Guerra en El Paraíso de Carlos Montemayor 85
  • Angeles Cardona. La novela histórica catalana en el siglo XIX: estudio de LOrfeneta de Menargues 93
  • Juan José Delgado Gelabert.  Por una literatura de humor. En torno a La visión del Archiduque de Eduardo Mendoza 109
  • María Carmen Díaz de Alda. Símbolo, historia y ficción. Estrategias narrativas en las novelas históricas de José Luis Sampedro 117
  • Ángel Raimundo Fernández González.  Doña Urraca de Castilla en la literatura española de los siglos XIX y XX.. 131
  • Celsa Carmen García Valdés. La bataille des trois rois ¿novela histórica o historia novelada? 141
  • Rita Gnutzmann. De la historia corno literatura y de la literatura histórica 153
  • Solange Hibbs-Lissorgues, Novela histórica y escritores católicos en el siglo XIX: las marcas de un género 167
  • José Javier López Antón. Rasgos y vicisitudes del mito iberista de Aitor 187
  • José Luis Martín Nogales. Guerra civil, memorialismo y discurso en la narrativa de García Serrano .. 213
  • María Pilar Martínez Latre. Ficción e historia en Syncerasto el parásito: noveL· de costumbres romanas.... 223
  • Carlos Mata Induráin. Dos novelas históricas inéditas de Navarro Villoslada: Doña Toda de Larrea y El hijo del Fuerte 241
  • Carlos Mata Induráin. Francisco Navarro Villoslada. Político, periodista, literato 259
  • Antonio Muro. Tiempo e historia en Relato cruento de Pablo Antoñana 269
  • Victoriano Roncero López. Autobiografías del siglo XVII (Duque de Estrada, Estebanillo González): Poesía e Historia 281
  • Kurt Spang. Historia y literatura en Menéndez Pelayo 297

Ermita de Cuevas, por Navarro Villoslada

Título : La mujer de Navarra 
Autor: Francisco Navarro Villoslada
Fecha: 1917.
Puvlicación : Euskal-Erria : revista bascongada San Sebastián T. 76, p. 360-364, 391-396, 455-463 (KM)178876

Ventana gótica - s.XIV
Era yo casi niño todavía, cuando un hermosísimo día de otoño salí de Viana al amanecer, acompañando a un sacerdote que iba a decir misa en la ermita de Nuestra Señora de Cuevas, antiguo santuario, distante de la ciudad menos de media legua, y pintorescamente escondido entre los olmos de un riachuelo y los frutales de algunos huertos, al pie de suaves colinas, cubiertas de grama, tomillo, viñedos y olivares.
Celebrábase aquel día la fiesta de la Virgen, la romería de la ermita, y la gente de la comarca había de poblar más tarde templo y riberas, huertos, prados y colinas. Pero a la hora en que llegamos, la ermita estaba aún solitaria, cual de costumbre, y a excepción de la pequeña campana que el ermitaño hacía voltear con furia, nada indicaba la algazara y bizarría en que algunas horas después había de hervir aquel desierto.
Ayudé a misa al sacerdote, y vueltos él y yo a la sacristía, quitóse casulla y manípulo, y con alba y estola salió a la puerta que daba a la pradera, echando responsos y esparciendo agua bendita con el hisopo, como si bendijese los campos que delante de la fachada principal se extienden hasta el Ebro.
Concluída esta pía ceremonia, y después de haber dado gracias el celebrante, subimos juntos al cuarto del ermitaño, que nos tenía preparadas sendas jícaras de chocolate, orladas de pan y bizcochos, con agua en limpios vasos de cristal, y una bandeja de bolados.
Durante el desayuno pregunté al sacerdote por que había salido fuera del santuario a rezar responsos, a lo cual, con grave y sosegado acento, me respondió:
«Hace más de ocho siglos, esta que hoy ves humilde ermita, la mayor parte del año solitaria, era nada menos que iglesia parroquial de un pueblo de Navarra que ya no existe, y que entonces, tendido por estos collados y praderas, alegre y afanoso, cual si nunca hubiera de perecer, la circundaba. El atrio de la parroquia, según costumbre de aquellos tiempos, conservada aun en muchas aldeas de los Pirineos, servía de Camposanto. He salido, pues, a bendecir a los muertos en el mismo suelo en que yacían, y a dirigir por ellos preces al Dios de toda misericordia; porque es bueno que antes de que los vivos vengan a triscar y bailar sobre los pueblos que han pasado, haya alguien que se acuerde de las almas que sobreviven a los cuerpos, sepulcros y ciudades.»
Muchacho y todo como yo era, las palabras del sacerdote navarro debieron de hacerme honda impresión. Lo conocí después en las muchas veces que me he visto arrebatado en alas de la imaginación a semejante escena, deleitándome en reflexionar sobre ella.
Pensando en esto, he vuelto en diferentes épocas de mi vida al santuario de la Virgen de Cuevas. El edificio, aunque recompuesto, descubre en el ábside algunos trazos de la parte superior, vestigios de su primitiva arquitectura románica, que precedió a la mal llamada gótica; pero ya no conserva ningún otro indicio de su venerable antigüedad. Quizá al ser reconstruído ha cambiado hasta de titular; porque el templo, hoy dedicado al culto de Nuestra Señora, debió de ser primitivamente consagrado a San Andrés, apóstol. Del cementerio no ha quedado nada: ni lápidas, ni sepulcros, ni inscripciones, ni siquiera huesos. De la población, nada tampoco; ni siquiera ruinas. Las que se ven a cierta distancia pertenecen a un convento de Templarios, posterior al pueblo de San Andrés de Cuevas. De éste, ni una mala piedra que indique vivienda o monumento: sólo campos..... Ubi Troja fuit. En los libros apenas se hallará memoria de tan poco famoso lugar. Pero de este lugar olvidado, de este cementerio que ha desaparecido, de los huesos ya convertidos en polvo, que los vientos esparcen o las aguas arrastran al fondo de los mares, se acuerda todavía el sacerdote, y se acuerda, debemos decirlo, la ciudad que se engrandeció con los despojos de un lugar abandonado, el pueblo que heredó la iglesia del pueblo extinguido, y que la festeja por lo menos una vez al año, y tiene quien bendiga lo que fué cementerio, y al polvo a que han quedado reducidos los huesos de sus antepasados.
Porque yo lo he visto después: si entonces, como niño, me sorprendió la noticia de que en aquellos prados, huertos y alamedas se alzaba en siglos remotos una población, no hay persona medianamente ilustrada en la ciudad que ignore su existencia: de manera que de padresa hijos se va trasmitiendo y perpetuando la memoria de un hecho, que sólo repiten hoy los ecos de aquellos templos y campiñas.

Navarro Villoslada y la Imprenta Nacional

Título: Navarro Villoslada y la Imprenta Nacional (1756 - 1808)
Autor: Universidad de Navarra
Formato: Exposición Virtual